Colgamos ahora un artículo del prestigioso Catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo
publicado hace unos días en El Pais que viene muy a cuento de lo que esta misma tarde ha sucedido en el Parlamento Vasco,
«El problema de Ibarretxe».
Juan María Atutxa ha hecho saber que, antes que dar cumplimiento a la
decisión del Tribunal Supremo sobre la disolución del Grupo Parlamentario
Sozializta Abertzleak (SA), estaría dispuesto a presentar su dimisión como
presidente del Parlamento vasco. No creo que nadie tenga la menor duda de
que el presidente nacionalista vasco hará honor a su palabra.
El problema es que esa dimisión no resuelve nada. En el caso de que se
produjera, tendría que procederse a la elección de un nuevo presidente, que
sería otro parlamentario del PNV-EA que se comportaría en esta materia
exactamente igual que Atutxa.
Ningún presidente del Parlamento vasco con un mínimo de dignidad personal y
de respeto por la institución que preside podrá dar cumplimiento a la
decisión del Tribunal Supremo. Y no podrá dárselo porque el auto del
Tribunal Supremo es un atropello, carente de fundamentación jurídica
alguna. El auto no menciona ni un solo precepto de la Constitución, del
Estatuto de Autonomía o de alguna ley en el que fundamente su decisión de
extender la disolución de Batasuna al Grupo Parlamentario SA. Y no lo
menciona porque no hay en todo el ordenamiento jurídico español ni un solo
precepto en que dicha decisión se pueda fundamentar. Los únicos preceptos
que existen en todo el ordenamiento jurídico español en los que hay un
punto de vinculación entre el partido y el grupo parlamentario son los
artículos 2 y 9 de la LO 3/1987, de financiación de los partidos políticos,
que disponen que las subvenciones a los grupos parlamentarios, en los
términos establecidos por la normativa parlamentaria, constituyen recursos
del partido (art. 2), de lo que se deriva la obligación de que consten en
la contabilidad partidista (art. 9). Y dichos preceptos, una vez disuelto
el partido, el que sea, dejan de ser de aplicación.
Siendo esto así, y no conozco a nadie con conocimientos de derecho
constitucional en general y parlamentario en particular que opine de manera
distinta, es evidente que cualquier presidente del Parlamento vasco no
podrá tomar la decisión de ejecutar el auto del Tribunal Supremo,
contraviniendo el Estatuto de Autonomía y el Reglamento de la Cámara, que
es el fundamento de su propia autoridad. Hacer lo contrario no sólo
supondría faltarse el respeto a sí mismo personalmente, sino que supondría
además aceptar el atropello de la institución. Antes que eso, el presidente
tiene dos opciones: o dimitir o comunicar al Tribunal Supremo que no puede
dar ejecución a lo que se le ordena, y enfrentarse al procesamiento
correspondiente. La única opción que no tiene, ni personal ni
políticamente, es ejecutar el auto del Tribunal Supremo.
Tal como están las cosas es más que probable que el problema deje de ser
del presidente del Parlamento para pasar a ser un problema del lehendakari.
Tal vez la única solución que se le pueda acabar encontrando a este
enfrentamiento, que nunca se habría producido si el Tribunal Supremo se
hubiera mantenido dentro de los límites de su función jurisdiccional, sea
la disolución anticipada del Parlamento y la convocatoria de nuevas
elecciones. Políticamente no es nada aconsejable que se celebren elecciones
cuando ha transcurrido tan poco tiempo desde las últimas, pero es posible