El extrañamiento como medida de la gentrificación

En inglés home puede significar además de hogar algo así como patria (así el right to a home de la Declaración Universal de los Derecho Humanos cobra matices de los que carece en castellano). Las implicaciones del concepto incluyen que el derecho a la vivienda no es simplemente derecho a tener un agujero dónde caerse muerto, incluye también condiciones dignas de vida, acceso a infraestructuras, comunicaciones…y también la adecuación de ese hogar a la diversidad cultural que portamos y que define nuestra vida cotidiana.

En El Derecho a una vivienda John Gledhill explica el extrañamiento social producido en personas obligadas a vivir súbitamente en casas y barrios muy diferentes a aquellos en los que se ha desarrollado su vida: migrantes, afectados por catástrofes naturales, habitantes de barrios chabolistas realojados en lugares que no se adaptan a su forma de vida…

Gente que ve su silueta recortada en un mundo que a menudo es objetivamente hostil, pero que también les es agresivo por el mero hecho de no casar con su persona. Una disonancia cognitiva.

Ésta es la razón por la que los migrantes del campo construyeron en la ciudad barrios que recordaban a pueblos. Tetuán, por ejemplo, con sus casas bajas y sus corrales. Unas condiciones materiales que, además, llevan acarreadas también una forma de vida: de sociabilidad, de familia más o menos extensa…

A la inversa, es típico de migrantes que quieren vivir la ilusión – real o imaginada – de haber prosperado, construir en sus lugares de origen casas que se diferencian radicalmente de las típicas del lugar. También sentir vergüenza frente a las amistades de sus nuevos lugares de residencia de sus casas o sus formas de vida natales. Es otro tipo de extrañamiento. De vuelta.

Recientemente pasé de noche por la calle Conde Duque y sentí – sin ánimo de compararme con un migrante o un desplazado – un principio de extrañamiento. Tengo que contar que de pequeño viví en esta calle y que durante muchos más años era extraño el domingo que faltábamos al ritual de la comida en casa de mi abuela, en la casa familiar, donde- literalmente, en la cama – nació mi padre. Bajábamos al parque del cuartel, pasando por delante de los guardias civiles que aún guardaban una parte del descascarillado cuartel. Comprábamos golosinas en la tienda de Claudia “la lechera”.

Guardo con esa calle, pues, lazos sentimentales y de vecindad que he ido renovando con los años, volviendo siempre de una u otra forma: tengo amigos que viven allí y trabajo en un periódico local de la zona.

A partir de finales de los ochenta el barrio mejoró mucho: el ayuntamiento pavimentó las calles, arregló la mayor parte del cuartel y subvencionó las rehabilitaciones de muchas fincas. Quería dejar constancia de que mi nostalgia no es inmovilista: no hecho de menos los tiempos en los que jugaba, de niño, entre jeringuillas que tapizaban el parque infantil del Conde Duque.

Poco a poco, parte del vecindario fue renovándose y algunos comercios también fueron cambiando (Claudia se jubiló), pero mi percepción no ha sido hasta la fecha de ruptura. De sentirme extraño.

Sin embargo, el otro día me sentí, de repente, como se debe sentir la pobre portada de Pedro de Ribera en el Conde Duque (tras la última reforma, en la que se gastaron 70 millones de euros en convertir el edificio barroco en una suerte de edificio industrial).

Al bar que tiene – o tenía, no sé ya – el chaval que mi padre me cuenta trabajaba en tiempos en “el bar de Isma”, le han permitido poner un enorme cenador que ocupa buena parte de la Plaza de Cristino Martos, se escucha música en la calle, los comercios – muchos nuevos, muy modernos- cierran tarde, la gente puebla la calle a horas que antes no lo hacía…De repente Malasaña.

Me dicen que pronto la calle será peatonal los domingos, a la espera de que se peatonalice definitivamente, y que se está orquestando el desembarco de un nuevo barrio marca: lo que conocíamos como Noviciado-Conde Duque quieren que sea El barrio de la música. Una marca amable, mucho menos arisca que la vecina Triball, y que obedece a la presencia de diversas instituciones (el conservatorio de Amaniel, la Escuela Superior de Canto y el propio auditorio del Conde Duque). Pero una etiqueta artificial, de todas formas.

Llamamos gentrificación a una serie de procesos a veces difícilmente delimitables. No siempre somos capaces de separar extrictamente los cambios lógicos de un lugar– sanos e inevitables- de las rupturas violentas y que expulsan al vecindario. La evolución de la colonización cultural. El otro día, paseando por Conde Duque, sentí ese extrañamiento del que os hablaba al principio del artículo, me sentí como un inmigrante en el que considero mi barrio.