Sé que este verano he aprendido un puñado de cosas de desconocidos aunque aún no sé cuáles son.
Todas las mañanas, a las puertas del trabajo, una señora mayor (una abuela, diríamos sin saber) lee atenta un volumen grueso en un banco. Debajo de un tilo. Permanece allí horas, primero hasta que la sombra que da el follaje se hace necesaria y, finalmente, hasta que deja de protegerla, momento en el que se marcha con su libro a cuestas. Aunque nunca he conseguido ver el momento en que levanta la mirada de las hojas y abandona su banco.
Una noche de esas que los periódicos nombraron de luna histórica -cada vez son más- vi a un hombre sentado en una silla a la puerta de su casa. Estaba sin camiseta, plácidamente reclinado sobre el respaldo de su silla. Tenía el móvil en la mano pero no lo miraba. Se me antojó el último hombre a la fresca sobre la faz de la tierra. Ni siquiera lo era de aquel pueblo pero, justo en ese momento, bajo la luz de la luna llena, parecía el residuo de antiguas noches de algarabía nocturna en corrillos en todas las calles del pueblo. El tipo, pese a la responsabilidad de ser el último hombre a la fresca sobre la faz de la tierra, parecía sereno. Sacó los cascos del bolsillo y se puso un podcast.
Había vuelto a trabajar y salía de casa de madrugada, en un sucedáneo de naturaleza a 45 kilómetros de Madrid. Camino del autobús, aún de noche, veía gatos saliendo al paso en el camino, distintas especies de pájaros dando brinquitos aquí y allá. Y oía sus trinos, muchos. Solo una señora de la limpieza, que empezaba su jornada, y yo asistimos a la escena en la que la naturaleza ensayaba su revancha.
Había tanto poso de vida, en el banco, a la fresca, de madrugada…que algo habré aprendido, o habré robado, posando la mirada al paso como una abeja en busca de polen.