Últimamente, las causas que me impelen a recuperar las claves de mi blog para dejar por aquí alguna nota son de lo más peregrinas. Hoy fui a responder un tuit de Antonio Hedilla y al darle al botón la antipática red social me espetó que este usuario no permite participar de la conversación a cualquiera; una configuración –dar paso solo a seguidores– que me parece muy razonable, por cierto. Y la verdad es que me gusta lo de ser un cualquiera.
El tuit, al que siguen otros mensajes que conviene entrar a leer, dice:
“Para mí, gente como @Hibai_ @Miquel_R o @crendueles son referentes en muchos aspectos. Pero son sus hilos los que me han hecho pensar. Si gente tan respetable escribe en la óptica «no hay un problema», ¿No estamos con el «no pienses en un elefante?”
Son varios los mensajes que estos días han razonado desde la izquierda la necesidad de afrontar el “problema migratorio” para no dejar vía libre a la extrema derecha a la hora de dar respuestas a experiencias vitales que estarían produciéndose en barrios de gente trabajadora. Es fácil buscar las opiniones de los aludidos, que se oponen por razones prácticas o éticas a comprar el marco, como ahora se dice.
En mi respuesta abortada decía algo así como que habrá que entrar a solucionar cada uno de los problemas que haya en los distintos barrios y ciudades de España, pero afrontar el “problema de la inmigración” es aceptar una definición que ya condiciona el debate y, además, crea el propio problema porque la percepción de seguridad es por definición subjetiva y, como tal, muy sensible a la aparición del debate en la esfera pública.
¿Un falso problema? En mi opinión, sí. Rendueles recordaba en el transcurso de la conversación que las encuestas no hablan en general de tal preocupación en España. Y falsa sobre todo porque problemas con la inmigración hay muchísimos y la mayoría tienen a los propios migrantes como afectados: la falta de recursos para la regulación, racismo institucional y popular, carencia de redes de apoyo familiares, burorepresión, abuso laboral generalizado, penuria material…
Si empezamos la conversación aceptando el sintagma “problema migratorio” estaremos relegando a la irrelevancia todo lo anterior. Dando por hecho que la experiencia vital válida, la que merece ser tenida en cuenta, es solo la de los españoles afectados por sus miedos, fundados o no, y no la experiencia de los propios migrantes.
Se puede –se debe, en realidad– entrar a todos los debates y afrontar los problemas concretos, pero en nada ayuda hacerlo dando por sentado el planteamiento de partida de la derecha racista. Porque, no nos engañemos, la islamofobia y el racismo están en la base de estos planteamientos políticos. Con todo el clasismo mal resulto que destilaba la fascinación por el llamado cine quinqui, ¿alguien imagina una moda cultural de masas asociada a la delincuencia juvenil protagonizada por magrebíes?
Si me preguntaran un antídoto eficaz contra el racismo y los pánicos morales nombraría a bote pronto la obligatoriedad para todo el mundo de llevar a sus hijos a centros escolares públicos concedidos por sorteo. Si me preguntaran otro sobre la criminalidad callejera y de baja estofa plantearía la redistribución radical de rentas. Pero no parece probable que este tipo de soluciones se vayan a implementar de hoy para mañana. Habrá que dar, y ya me fastidia, soluciones que pasen por la vigilancia y la intervención social. Afecten estas medidas a un castellano viejo como el hermano de Begoña Villacis o a quien llegó antes de ayer al barrio.
Lo que sí podemos hacer, aunque sea trabajoso, es oponer a la visión racista que, voluntaria o involuntariamente, asimila lugar de origen –y color de la piel– con la peligrosidad otras panorámicas de la experiencia cotidiana que, por la razón que sea, está condicionando menos la opinión de algunas personas. Tus vecinos, el compañero de tu hijo en el colegio, tu mecánico, tu frutero, o la mujer que viaja a tu lado en el tren de cercanías camino del trabajo nacieron en Tánger o en República Dominicana…
…aunque a lo mejor no, a lo mejor hay una parte no desdeñable de gente con miedo a entes que no se corresponden con personas con las que conviven. Hace un tiempo leí un estudio que bajaba bastante al detalle en el ámbito europeo y planteaba con datos la hipótesis de que era más acusado el aumento de percepción de inseguridad y el voto a la extrema derecha en barrios de clase media que lindaban con otros barrios con gran composición migrante que en estos mismos barrios. El privilegio de escribir un post en mi blog y no un artículo serio me permite la inexactitud de hablar de memoria y, en todo caso, creo que las casuísticas serán distintas en unos lugares y otros. Sin embargo, tampoco parece descabellado pensar que este mecanismo social de frontera suceda a menudo –todos hemos conocido a gente atemorizada “de oídas”– y tenga que ver con la experiencia subjetiva que construye la sensación de inseguridad.
Lo llevo a lo personal. La semana pasada asistí a una reunión de vecinos en la que salió por enésima vez la posibilidad de instalar cámaras de vigilancia en el edificio. Las distintas posiciones de los vecinos, que ya conocemos desde hace quince años, no han cambiado sustancialmente desde la primera reunión, a pesar de que los partidarios de la seguridad siempre insisten en que “el barrio es cada vez más peligroso”. Nunca me burlaría de los fantasmas personales de mis vecinos y vecinas a los que volver a casa de noche les da miedo. Yo mismo tengo, seguro, mis propios fantasmas. Pero no sería razonable admitir por ello, con la experiencia real del vecindario sobre la mesa, que en nuestro entorno exista un problema de seguridad importante.
Pero podría suceder que sí lo hubiera, claro. Que, por ejemplo, campara por allí una panda de chavalines que, calcados a los de nuestras pesadillas colectivas, se dedicaran a atracarnos a punta de navaja. Esto sucedía mucho cuando yo era un adolescente y apenas había migrantes en España, por cierto.
Y podría pasar que esa banda estuviera integrada por chavales cuyos padres vinieron en algún momento a España desde otro país. Serían, en ese caso y citándome de más arriba, hijos de “tus vecinos, el compañero de tu hijo en el colegio, tu mecánico, tu frutero, o la mujer que viaja a tu lado en el tren de cercanías camino del trabajo”. También sería posible que los chavales de la hipotética pandilla fueran hijos de otros vecinos cuya familia, simplemente, fuera migrante un poco antes. Gente a la que alguien, quizá, aplicó la versión del problema migratorio propio de su contexto. Murcianos en Barcelona, paletos en Madrid o gitanos en cualquier otro lugar.
Estoy absolutamente de acuerdo con Antonio Hedilla en que hay que entrar siempre al debate, pero necesitamos hacerlo desde una perspectiva ética y política que no reduzca a nuestros vecinos de origen migrante a seres subsidiarios de nuestras percepciones. Que no reduzca su agencia y su humanidad porque ese es el camino que allana cualquier ofensiva contra un otro. No son buenos tiempos, dicen, para apelar a las explicaciones racionales, pero tampoco podemos renunciar a, sencillamente, acudir a la verdad. Enunciemos nosotros los debates y mediemos con ellos en las percepciones de la gente.