Isidro era lo anodino recogido sobre si mismo en su estampa de flan. Cuando aún era muy pequeño la gente se arremolinaba curiosa en torno a su parquecito intentando encontrarle, escondido entre los muñecos como hacen los hamsters con las ramitas de su jaula. Poco después, ya en la escuela de San Antonio, solía quedarse a solas en la clase a la hora del recreo, atemorizado por los balones que surcaban el patio chutados como obuses. Para Isidro cruzar una calle precisaba de una noche de capilla torera, y hasta dar un solo paso implicaba el miedo a caer por un abismo. Todo a un centímetro de su piel y en el perímetro de su pensamiento eran campos minados.
Cuando su hermana estaba a punto de tener una hija, Isidro compró decenas de regalos: vestiditos, un sonajero, un gracioso gorro con orejas de oso…Sin embargo fue acumulando todo con la idea de no dárselo hasta que el bebé hubiera nacido. El parto es un acontecimiento crítico, y mejor esperar, pensaba.No hubiera podido soportar que a la niña le hubiera sucedido algo y fuera él quien le hubiera regalado a su hermana aquellos crueles recuerdos. Él jamás tendría un hijo, el solo pensamiento de que algo le pudiara suceder le persuadía de aquella osada idea de perpetuarse en descendencia. Algo tan frágil y expuesto como un crio… Cuando su sobrina hubo nacido a Isidro le dio vergüenza darle todo aquello, no sabía como explicar la tardanza. Desde entonces no ha cogido el teléfono a su hermana.
Lydia era como una de aquellas piruletas que se mojaban en “pica-pica”: dulce, infantil, llena de energía, lúbrica como la vida…Sus hoyitos en las mejillas sujetaban unos labios brillantes y carnosos, y el color de su piel adolescente estallaba en vida. Cada quince días tenía que hacer la entrega de libros en ese barrio más bien pobre del sur. Trataba de combatir lo tedioso de las entregas imaginando la vida dentro de los hogares que visitaba a partir del ambiente de sus reccibidores. Había voces sin cara a las que les había creado auténticos guiones de Hollywood. De todas aquellas puertas a otros mundos una le maravillaba sobre las demás, aquel recibidor de decadente lujo en caoba. Había visto otras entradas equiparables a aquella pero no en esa barriada de desconchón. Aquella puerta se habría en rendija temerosa y el chico que allí vivía era una sombra que tenía temblorosos hasta los silencios.
Isidro había tardado mucho en encontrar su casa ideal. Había buscado y resopesado su perfecto escondite de caracol. Tras denodados esfuerzos había dado con su agujero con almenas. La casa en la que vivía estaba situada en un barrio popular pues, aunque él gustaba del refinamiento y el lujo que le había amamantado, le atemorizaba pensar que un barrio ostentoso podría atrarer todo tipo de malhechores, y lo que es peor , el revanchista odio de clase. Así que vivía en una canica embarrada. En el portal de enfrente había una comisaría de policía, con dos guardianes perennes, y casi era posible saltar de la puerta del edificio a una parada de taxi.
Aquella tarde a Lydia le saltaban chispas de locura y decidió traspasar el umbral de lo que había imaginado guarida de alquimista o picadero de Batman.
-Su libro, como cada 16. La conjura de los necios, excelente elección.
-Gracias.
-Espera, no cierres-dijo la muchacha poniendo su brazo a modo de ariete y entrando subitamente dentro de la casa.
-Que hace váyase, ya me ha hecho la entrega, ahora márchese por favor.
Los ojitos brillantes y curiosos de Lydia saltaban e intentaban torcer las esquinas del pasillo
-No te asustes ¿tengo acaso aspecto de cobrador de la mafia?
-Insisto en que se marche señorita, esto es allanamiento de morada.
-“Señorita, señorita”-repitió la chica ridiculizando a aquella endeble masa temblorosa.-Tío hablas como un viejo, apuesto a que no tienes más de treinta, y ese batín…
-¡Váyase! ¡Váyase o llamo a la policía! Gritaba Isidro hacia dentro con la ira del temor.
-Perdona chico-dijo la muchacha viajando del arrebato al relajo.-Soy una gilipollas, perdona de veras, a veces soy demasiado impulsiva. Mira, te lo diré, cada dos semanas paso por aquí y me marcho siempre pensando en ti y en esta casa, en esas paredes forradas de madera, esa lámpara de ópera ¡en este barrio! No se…la curiosidad mató al gato pero el gato salta igual, te lo tenía que preguntar.
-¿Preguntar?…
-Pues eso tío-gesticulando sorprendida y divertida a la vez-el edificio está apuntalado y mira esta casa…
-Bueno, así evito la tentación a los cacos-dijo Isidro empezándo a abrirse sorprendentementre a la desconocida.
Incluso la invitó a tomar un café y estuvieron largo rato hablando sobre libros, sobre sus vidas, sobre los temores y fobias de Isidro…
-Pero tío que sí, que si te enamoras te harán daño lo sabemos todos pero…-Isidoro miró ruborizado al infinito que daba en otra dirección. –Sí-con severo gesto afirmativo-no lo has mencionado pero todo lo anterior lleva a eso también, no te ofendas pero me das mucha pena…
Cada hora era un libro sin entregar, un puñado de miradas travisas de Lydia y casi un esbozo de sonrrisa ciega de Isidro. La taza de café vacía le sirvío de cenicero a la chica ante la horrorizada mirada de Isidro y el tiempo parecía haber relajado hasta la versallesca lejanía de la salita.
-Tío te voy a follar-soltó la chica como un cañonazo seco que congeló epatada la escena.
Isidro no acertaba a decir nada, con los ojos abiertos en tensión, los labios danzando en tics y las manos buscando agarrarse a algo en el naufragio.
-Mira, no me preguntes pero me pones, se que eres especial, diferente…Y se también que tu no darías nunca el primer paso-decía la chica mientras avanzaba hacia aquel corazón de hoya express. Esa llama con falda era la sonrrisa del diablo.
Para él fue la primera vez que conoció un aliento tan cerca, a los treinta y dos años. Cuando Lydia cruzó la puerta sólo se escucharon los golpes de los tres candados de la puerta. Y el llanto mudo y nervioso.