En el año 2021 el histórico líder del movimiento vecinal vallecano Pepe Molina me decía en una entrevista “Aunque suena grandilocuente, la frase solo el pueblo salva al pueblo es real”.
La construcción a la que recurría Molina –y que yo llevé al titular– es un lema bien conocido en los movimientos de base, que subraya la potencia del apoyo mutuo y la autoorganización. Durante los primeros días después de la tragedia de Valencia, la leí varias veces en el mismo contexto al que siempre ha pertenecido, en la longitud de onda de la izquierda y el activismo de base. Sols el poble salva al poble, en su versión catalonoparlante. Sin embargo, su uso rápidamente fue ensanchándose y, también, anidando en la propaganda de grupos de extrema derecha de última hora como Revuelta, que tratan de sacar tajada en el caos.
Solo el pueblo salva al pueblo tiene una larga tradición en América (en una búsqueda rápida he encontrado ejemplos diversos de uso en contextos de Honduras, Ecuador, Colombia, Venezuela o Costa Rica). En Francia también se ha utilizado en experiencias de autogestión y una versión que no he podido corroborar dice que la expresión provendría de la Comuna de París, un origen seguramente apócrifo que, sin embargo, habla de la tradición de horizontalidad en la que se inserta.
No le dí al principio mayor importancia al intento de apropiación, “uno más de una larga lista”, pensé. Distintos grupos fascistas han tratado antes de quedarse sin éxito figuras alejadas de ellos como Durruti o Miguel Hernández. Si hasta copiaron en los años treinta la bandera confederal…
Pronto, empezaron aparecer sin embargo artículos de prensa y mensajes en redes que, negando la mayor, no conseguían en mi opinión su objetivo de combatir la propaganda antipolítica de los movimientos fascistas. El lema es una coartada bonita para arrastrar al nihilismo antipolítico, decían unos. No, el pueblo no salva al pueblo lo hace el Estado, aseveraban otros. El pueblo se salva, sí, pero encarnado en las instituciones públicas, añadían los más finos.
Solo el pueblo salva al pueblo es solo una frase, carece de importancia. Sin embargo, lo que desprecian o simplifican quienes ahora obvian conscientemente su sedimento (es poco creíble que lo desconozcan y, sin embargo, no lo mencionan en sus textos) están despreciando lo que el pueblo valenciano está viviendo estos días con gran intensidad.
Porque no es una ocurrencia, es un lema que encierra experiencias y prácticas. Nadie de quienes lo han utilizado hasta ahora , ni siquiera si su tradición política es anti estatista, pretende que en estas circunstancias se echen a un lado quienes tienen las ambulancias, gestionan los hospitales y saben conducir los helicópteros de rescate. No se trata tampoco de un lema antipolítico puesto que quienes lo han pronunciado han sido siempre personas comprometidas con su entorno. Politizadas.
Pero, ¿es mentira lo que dice la frase? ¿Venía a cuento? Señalar el protagonismo de la gente organizada en las respuestas a las grandes catástrofes no es una excentricidad. La ensayista Rebeca Solnit habla en Un paraíso en el infierno: las extraordinarias comunidades que surgen en el desastre de las breves utopías del desastre. En este concepto encierra las distintas aristas de las oleadas de altruismo y organización que atravesaron las situaciones posteriores a los desastres que analiza, cómo el huracán Katrina.
En el libro también explica cómo los paradigmas de abordaje de las catástrofes han cambiado en las últimas décadas atendiendo a la capacidad de respuesta de las personas y ante la constatación de que, por más preparados que estén los servicios de salvamento, siempre podrán quedar sobrepasados. Por ello, explica Solnit, en muchas áreas donde las catástrofes naturales son habituales los bomberos trabajan con la población civil en tiempos de normalidad para hacer más eficiente su reacción comunitaria en momentos catastróficos.
También es un hecho constatado por la experiencia y analizado en distintos estudios que esa capacidad comunitaria de resistencia, resiliencia diríamos hoy, es mayor cuanto más robustas son las conexiones sociocomunitarias previas. Así lo ponía de relevancia Solidaridades de Proximidad. Ayuda mutua y cuidados ante la Covid19, una investigación del Grupo Cooperativo Tangente en colaboración con otras entidades que llega a la conclusión de que la acción comunitaria fue capaz de ponerse en marcha de forma más rápida que la institucional ante la crisis del Covid, siendo primordial para ello la existencia de un tejido vecinal organizado antes de la pandemia.
El otro día lo expresaba en X de forma análoga el investigador de la Universidad de Murcia Juan Manuel Zaragoza: “Los estudios que hicimos durante la COVID fueron claros: cuando existe una organización previa de ayuda mutua, la intensidad y calidad del apoyo que se recibe es mayor, y dura más tiempo”.
En el momento en el que escribo estas líneas escucho por la radio acerca de una guardería vecinal improvisada en una de las localidades afectadas. Inmediatamente después, veo pasar por delante una noticia sobre brigadas vecinales en el barrio Parc Alcosa, en Alfafar. Son muchos los testimonios que llegan en tropel, entre la desesperación y la indignación de los afectados, sobre lugares a los que días después de las tormentas solo habían conseguido llegar voluntarios.
Es en este contexto, de toma de conciencia de la propia situación e indignación, donde resuena el Solo el pueblo salva al pueblo. Sobre un suelo real, aunque embarrado e inestable, en el que la extrema derecha trata de sacar rédito. El lema puede ser cooptado por aprovechados fascistas pero es importante no negar lo que realmente significa porque es tangible, valioso y, haciéndolo, podrías estar regalándoselo a los malos.
Su negación va de la mano de la versión, oportunamente apoyada por la presencia en Paiporta de energúmenos fascistas durante las protestas contra el rey y el presidente, de que serían estos elementos de extrema derecha los únicos protestantes. Como si a los vecinos de verdad les faltara barro que tirar y razones para gritar.
El Estado tiene unas ventajas importantísimas a la hora de desplegarse sobre el terreno para afrontar situaciones de anormalidad masiva como la que asistimos estos días. Ventajas de escala. Por ello, y por su propia naturaleza, está revestido también de gran responsabilidad y de la obligatoriedad de rendir cuentas. Días atrás, y mientras numerosos trabajadores públicos trabajaban incansablemente entre el barro, hemos asistido a demostraciones del poder del Estado que nada tienen que ver con su capacidad de intervención humanitaria. Hemos visto cómo la cuenta de la Guardia Civil en X alardeaba de haber requisado unos zapatos “robados” a un hombre descalzo; cómo una alta funcionaria utilizaba un desagradable tono regañón con los familiares de fallecidos y, finalmente, cómo se suspendían las labores de auxilio de una población mientras se llenaba de policía para que pasara la encarnación misma del Estado. Mientras, centenares de voluntarios desobedecían la orden de parar el trabajo durante el paso de la comitiva oficial.
No estamos ante un Estado fallido, como difunden los cachorros de extrema derecha, pero sí ante una serie de actuaciones cuestionables del Estado en sus distintos niveles. Una responsabilidad posiblemente criminal en el caso de la comunidad autónoma y, cuanto menos tibia (¿cobarde?), por parte del gobierno central. No parece inteligente cerrar filas incondicionalmente sobre las virtudes de la república (monárquica, en este caso) y esperar que no vengan otros a patrimonializar el descontento popular y el orgullo ante la acción colectiva.